martes, 27 de marzo de 2007

Il sorpasso

Dirección: Dino Risi. Guión: D. R., Ettore Scola, Ruggero Maccari. Fotografía: Alfio Contini. Música: Riz Ortolani (canción Guarda come dondolo, cantada por Edoardo Vianello). Montaje: Maurizio Lucidi. Producción: Mario Cecchi Gori para Fair Film (Incei Film /Sancro Film. Origen: Italia. Duración: 108 minutos. Año: 1962. Intérpretes: Vittorio Gassman, Jean-Louis Trintignant, Catherine Spaak.

"Qué te importa de las tristezas!
Sabes cuál es la edad más bella?
Yo te diré cuál es:
es la que uno vive día por día.
Hasta morir, se entiende"
(Bruno / Gassman)

La expresión "il sorpasso" significa pasar a un auto en la carretera, acto prohibido y excitante si los hay. También guarda relación con la idea de superar, sobrepasar. Pero el sentido va mucho más allá de una simple definición. La velocidad y el viento en la cara simbolizan la fortaleza de llevarse todo por delante sin sentir responsabilidad alguna. Traspasar los propios límites, desligándose de los compromisos con lo real que puedan obstaculizar el camino; sobre todo los afectivos. Olvidar todo futuro y todo pasado apostando a los placeres a corto plazo, aquellos que generen mayor dosis de adrenalina. Tal cosa es Il sorpasso. Una película acerca de lo que se gana y se pierde al elegir una vida sin conciencia ni culpa, o su antípoda, una vida cuidada y reflexiva, salvaguardada de riesgos.

Roberto (Jean-Louis Trintignant) es un joven tímido y melancólico, de aspecto formal y cortés. Absorbido por el estudio, recibe la inesperada e inquietante visita de Bruno (Vittorio Gassman). Un poco por curiosidad, pero sobre todo por no tener la fuerza de negarse, es convencido por este extraño a emprender un paseo por Roma. Pero la salida se va transformando en un viaje en el que pronto deja de importar cuál es el próximo destino, o cuándo llegará a su fin.

Lejos del modo meramente turístico, en esta road movie se recorren distintas ciudades de Italia con un espíritu de aventura, aquel que va decidiendo su próximo paso espontáneamente, sin programas. Como marineros en cada puerto, la clave es no detenerse nunca. Amar y desamar, tal es el secreto. Y Roberto se cautiva rápidamente con las delicias del viajar, hasta ahora desconocidas. Fluir como grandes amigos que se conocen desde hace pocas horas, armarse de coraje frente a lo nuevo: esa extraña omnipotencia que sólo el viajero conoce.

A medida que el convertible de Bruno abandona Roma por el norte y se aproxima al territorio de la Toscana, los lugares adquieren un tono diferente, más pueblerino. Desacelerado el ritmo, toman protagonismo la naturaleza, el sonido de los pájaros, el suave declinar de la tarde. La vivencia de este nuevo ambiente tiene su correlato en la narración. El paso por la casa de los tíos de Roberto en las cercanías de Grosseto -tierra que guarda postales de su infancia- es para él como escuchar un viejo disco de vinilo; esa sensación algo rústica de estar en contacto con una realidad lejana, antigua, en algún punto inasible, pero que lo inunda todo. Roberto intenta reconocer los sabores de su niñez y se encuentra con un lugar que se mantuvo igual. La que cambió fue su propia mirada. Tal como le dice a Bruno: "Es que cada uno de nosotros tiene un recuerdo equivocado de la infancia. Sabes por qué siempre decimos que esa era la edad más bella? Porque en realidad no recordamos bien cómo era". Roberto tiende a la reflexión, a indagar con tenacidad el pasado. Es natural que se interese por las tumbas etruscas. Bruno se burla de tales motivaciones y prefiere ir tras los encantos de alguna dama.

La Toscana, tal vez por estar separada del resto de Italia a través de colinas y montañas, persiste en sus tradiciones. La vertiginosidad de los cambios parece serle ajena. Esto la vuelve un tesoro precioso en tanto reservorio de costumbres, al tiempo que la mantiene alejada de lo que pasa afuera. Pero asimismo, sus personajes son reflejo de un estilo conservador: la mujer en la casa, la infidelidad en la penumbra.

Sin embargo, otra será la historia cuando el auto arranque rumbo a Castiglioncello, donde Bruno se siente en su salsa. Esta ciudad marítima -también parte de la Toscana- está abierta a los cambios vertiginosos del mundo moderno. Por tratarse de una zona crecientemente turística está impregnada por la moda, el consumismo y las ideas que son marca de una Italia posterior a los desastres de la Segunda Guerra Mundial. Ya se comienzan a disfrutar los beneficios del boom económico de los años sesenta. Bruno es producto de ese ambiente de posguerra: quiere entregarse a los placeres de la vida. Cuestiona el sinsentido de los valores socialmente aceptados, como estudiar, tener una familia, un título, un futuro. El lema de Bruno -que citamos al inicio y que Roberto admira pero lejos está de asimilar- no es una posición crítica desde un lugar de compromiso, sino desde un extremo de total irreflexión.

Es posible, por lo tanto, establecer un paralelismo entre ambas ciudades y los dos personajes. A simple vista, Roberto se identifica con los valores de la vida en la campiña, cerrada, típica de pueblo. Castiglioncello y sus nuevos aires de cambio se acercan más a un personaje como Bruno, tendiente al quiebre: su hija adolescente que sale y fuma, la ex mujer que trabaja y se libera de una posición de sometimiento.

Pero la realidad es más compleja. Bruno es menos permeable de lo que parece. Paradigma del ganador, cree que lo tiene todo, lo que le impide modificación alguna. Es de esas personas misteriosas a quienes nunca se llega a conocer del todo; inteligente escudo de protección: de ese modo tampoco podrán perjudicarlo.

Bruno habita los lugares irrumpiendo en ellos, violentándolos, armándolos y desarmándolos a gusto y piacere. Roberto, en cambio, es un invitado hasta en su propia casa. Bruno irrumpe. Roberto tantea. Bruno quiere dejar huellas y hasta heridas en la vida (pero cuidado!, no que la vida deje marcas en él). Roberto quiere pasar desapercibido. Los bocinazos son funcionales a la omnipotencia de Bruno. Paralizan de antemano adelantándose a su presencia arrolladora, impidiendo toda comunicación posible.

Il sorpasso es a la vez una comedia y una película trágica. Lo tragicómico es común en la comedia a la italiana, donde hasta lo más risible esconde un sabor amargo. Cargado de una profunda crítica social, se víncula estrechamente a lo grotesco. Y uno de sus temas predilectos es el de los monstruos, una constante también presente en otros filmes de Risi (el caso paradigmático es su obra inmediatamente posterior, Los monstruos de 1963). En estos filmes se trata de mostrar la transformación del hombre en animal, o mejor dicho, de poner en escena la bestialidad escondida en toda naturaleza humana. Y el histriónico Vittorio Gassman reúne todas las características para encarnar uno de estos hombres monstruo: su personaje es detestable, corrupto, amoral, y como contrapartida, poseedor de una seducción que lo hace irresistible.

Roberto sabe que la entrada de Bruno en su casa -y en su vida- conlleva una cuota de peligro. Pero lo asume, como si estuviera esperando algo que altere su existencia chata y previsible. Quien saldrá lastimado (real o simbólicamente) siempre será él. Sin embargo, la mayor amenaza no está fuera de él, sino en Roberto mismo: al igual que ocurre con los personajes trágicos, nunca podrá escapar de su piel para vivir la vida de otro. Y el solo hecho de intentarlo le costará demasiado.

Cuando lo peor acaece en el temido final de Il sorpasso, la cámara se deja atrapar por las aguas de la costa toscana. Sublime marco de la tragedia, crece el arrebatado mar sobre las rocas. Ese hermoso paisaje está allí, inamovible, por más guerras y tempestades que se desaten.

Cecilia Pérez Casco

Nota publicada en el libro LA TOSCANA Y EL CINE, La mirada argentina, Assciazione Toscani nel Mondo, Editorial Más Libros Más Libres, Buenos Aires, Julio de 2004.

lunes, 5 de marzo de 2007

La habitación del hijo

Dirección: Nanni Moretti. Guión y argumento: Nanni Moretti, Linda Ferri, Heidrun Schleef, Asistente de dirección: Andrea Molaioli, Fotografía: Giuseppe Lanci, Escenografía: Giancarlo Basili, Vestuario: Valentina Taviani, Música: Nicola Piovani, Montaje: Esmeralda Calabria, Sonido: Alessandro Zanon, Intérpretes: Nanni Moretti, Laura Morante, Jasmine Trinca, Giuseppe Sanfelice, Stefano Accorsi, Claudia Della Seta, Silvio Orlando, Tony Bertorelli, Luisa De Santis, Darío Cantarelli, Eleonora Danco. Italia, 2001.

El hombre frente al universo

Lo entenderás sin esfuerzo, todo iluminará todo,
la noche no cegará tu camino, te invadirá la naturaleza
y todos los enigmas se resolverán (La habitación del hijo)

Esta vez Nanni es psicoanalista. Como si fuera el negativo de aquél que en Caro Diario o Aprile hacía de sí mismo, ahora su personaje dice y hace todo lo que es políticamente correcto. Padre de dos adolescentes, se escandaliza cuando su hija le pregunta al novio cuántos porros te fumaste? o ante la posibilidad de que su hijo haya robado un extraño fósil de la escuela. Está harto de escuchar las estupideces de sus pacientes pero jamás haría la gran Moretti de escupirles en la cara cuánta pavada están diciendo, aunque sea para descargar un poco de agresión contenida.

A Giovanni se lo ve un poco cansado de su profesión. Cuando habla con los pacientes no es creíble, como si ya ni él confiara en lo que les dice. Desconcentrado en el trabajo, sin embargo, ve como productivo el tiempo invertido en sus hijos. Aun cuando seguirlos y aconsejarlos lo coloquen en una posición de adulto que lo hubiera incomodado en películas anteriores. Recordemos Aprile, cuando mientras cantaba con su hijo en el pecho y una radio en el brazo, se decía a sí mismo: ya es hora de madurar, a lo que inmediatamente retrucaba, riendo: por qué madurar?. En La habitación del hijo se ve un personaje demasiado maduro. E íntimamente, se intuye una crisis entre el actual estado de las cosas y aquella juventud irreverente que ya dejó atrás. ...Qué clase de dedos son estos que no les importa nada de nada?... ...se olvidaron de aquellos tiempos, de lo que significaba estar vivos?...

Tranquilo, Giovanni: aquél Nanni está muy despierto, y se introduce en la ficción cada vez que encuentra un resquicio. Esto es: todo el tiempo. Es quien se deleita con los colores y la danza de los hare krishnas; quien usa constantes salidas a correr como excusa para mostrar las calles de Italia, sus casas y su mar. Y también quien disfruta de pasearse solo por inmensos paisajes, transmitiendo esa primitiva sensación de soledad y comunión, de interrogantes y certezas, propia del encuentro con la naturaleza. O con la muerte.

Giovanni está en el teléfono público de un hospital. Con el rostro desencajado marca un número, temblando. Un contestador atiende del otro lado y él anticipa con su expresión lo que va a decir. Pero la idea no se convierte en voz. No se puede pronunciar esas palabras, comunicar esa noticia. Cómo matar así a su hijo? Sería aceptar que nunca más correrán juntos... y comenzar a despedirse. Primero furia. Después lo más temido: la separación, esa separación, y la ausencia.

Es a partir de aquí que todo planteamiento anterior se vuelve efímero. Quedan atrás nimiedades como el robo y la marihuana. Se quiebra la estabilidad familiar y una especie de fuerza centrífuga separa a los personajes. Cada uno debe transitar el duelo solo, con dificultades para comunicarse con el resto. Sólo un extraño encuentro permitirá que se acerquen a su recuerdo y también entre ellos, que se sienten muertos en vida.

En la misa por su hijo Andrea, el cura dice que los seres humanos no controlan los hechos de la vida. Y si un ser querido muere es porque Dios ha permitido este hecho. Finalmente, explica lo inesperado de la muerte con una didáctica, casi escolar, frase: Si el dueño de la casa supiera a qué hora llega el ladrón, no se dejaría robar. Qué catzo de frase es esta? Qué significa?, se pregunta Giovanni con indignación. Nanni Moretti también es no creer en Dios. Fragilidad ante el vacío que se impone antes y después de la existencia, como los límites inimaginables del universo. Infinita tristeza de no tener un paraíso donde algún día, aunque sea remoto, recuperar todo lo que perdimos para siempre.

Cecilia Pérez Casco, Buenos Aires, 29 de Agosto de 2003.
Dedicado a Adela Ríos y Alberto Cohen.

Crítica publicada en el marco del ciclo de Nanni Moretti organizado por el Gruppo Giovani Toscani junto con la Fundación Cineteca Vida, en Un gallo para Esculapio, Buenos Aires.

Los caminos del señor se terminaron

Dirección: Massimo Troisi, Guión: Massimo Troisi, Anna Pavignano, Fotografía: Camillo Bazzoni, Escenografía: Francesco Frigeri, Música: Pino Daniele, Montaje: Nino Baragli, Vestuario: Cristiana Lafayette, Intérpretes: Massimo Troisi, Jo Champa, Marco Messeri, Massimo Bonetti, Clelia Rondinella, Enzo Cannavale, Massimo Abate. Italia, 1987.

Otros caminos

Vittoria... Vittoria... Vittoria... Una voz que ruega, busca, casi llora, en un lugar vacío como aquellas calles silenciosas de El eclipse (Antonioni) o los escenarios inhabitados al final de Sonatine (Kitano). La idea de fondo es la misma: un territorio que se muestra en función de lo que le falta, de una presencia pasada o imaginaria que genera angustia, nostalgia y desesperación al contrastar con la desolación actual. Y es que no está ella, Vittoria... ahí... junto a él. Finalizando el recorrido de una cámara que nos transmite la inestabilidad de Camillo, casi como en una ensoñación, ahí aparece. En las lejanías de un largo pasillo, la imagen casi mística de la mujer que ama. O amó, no sabe bien. Pero la invalidez de sus piernas se hace carne: parece imposible llegar allí, aún si sus piernas funcionaran.

La película trata sobra la imposibilidad de comunicarse. Y de cómo esta incomunicación puede llevar a dos amantes a no encontrarse nunca. Camillo usa todos los recursos pensables para recuperar lo que quiere, aunque sin aparente éxito. Sobre todo la mentira, que se vuelve su peor amenaza. Quizás porque su ciego deseo de poseerla le impide ver claramente lo que sucede.

Pero la avidez de posesión y dependencia excede la relación amorosa. Se repite en la relación que tiene con su hermano, para quien lo esencial no parece ser la salud de Camillo, sino que no deje de necesitarlo. Y también con Orlando, amigo que con su fragilidad es la herramienta perfecta para olvidar sus propias imposibilidades. Los roles del que da ayuda y el que la recibe son cuestionados constantemente. No necesariamente el que la suministra es el más fuerte.

Ya con Italia bajo el poder del fascismo, Camillo sufre el encierro por hablar más de lo que debía. Sin embargo, lo que más lo atormenta es aquello que fue incapaz de decir. No la censura que viene de afuera sino la propia, la que él mismo se fabricó. La que quizás nunca pudo ver hasta estar en una celda, donde ni siquiera es importante que respondan las piernas, donde la impotencia va más allá del cuerpo, como en aquel pasillo que parecía infinito.

Cecilia Pérez Casco

Crítica publicada en el marco del ciclo de cine italiano organizado por el Gruppo Giovani Toscani junto con la Fundación Cineteca Vida, en Un gallo para Esculapio, Buenos Aires.

sábado, 17 de febrero de 2007

Alta Fidelidad

USA, 2000
Dirección: Stephen Frears. Intérpretes: John Cusack, Iben Hjejle, Jack Black, Todd Louiso, Joan Cusack, Joelle Carter, Lisa Bonet, Lily Taylor, Catherine Zeta-Jones, Tim Robbins.

Alta sensibilidad.

La ruptura con Laura, su última novia, hace que Rob (John Cusack) comience a contarnos las 5 rupturas amorosas más traumáticas de su vida. Esta última parece en principio la excusa que da rienda suelta a toda una serie de anécdotas, porque como él mismo le dice a Laura: "no estás entre las 5 más importantes".

A su vez, Rob es dueño de una disquería que es como un segundo hogar donde él y sus amigos pueden ser ellos mismos. Recuerda en esto a Auggie Wren (Harvey Keitel) y su cigarrería en Cigarros. Este tenía el hobby de fotografiar su esquina (la de la cigarrería) todos los días, para poder observar el paso del tiempo y la diferencia entre un día y otro. Rob junta discos viejos de vinilo y hasta se propone ordenarlos de forma autobiográfica: en relación con las épocas de su vida a las que le recuerdan. También tiene la manía de buscar los Top 5 de todas las cosas. En ambos casos se trata de extrañezas aparentemente inútiles. Claro que no lo son. Son esas actividades las que les dan sentido a sus vidas, las que les van a permitir acercarse más a ellos mismos. Y a nosotros.

Todo el tiempo en el lenguaje del unipersonal, John Rob Cusack nos lleva en un relato que va y viene en el tiempo sin perder coherencia. La cronología, al igual que ocurre con los discos, está dada por él: son sus mismas ocurrencias las que le van dando orden a la historia.

Stephen Frears, junto a John Cusack -también coguionista y productor de la película-, se plantea hacer una visión masculina de las relaciones de pareja. En este sentido hay una cierta similitud con lo que viene proponiendo la directora alemana Doris Dörrie en películas como Soy linda? o Nadie me quiere. Sólo que ésta lo hace desde una perspectiva femenina (no por eso feminista). En Alta fidelidad la visión es la del hombre. Pero al igual que Dörrie, Frears no se propone ni una mirada machista ni generar una batalla de los sexos. Más bien comprender la perspectiva de Rob y ver en él la sensibilidad masculina en general.

En cuanto a las actuaciones, la de John Cusack es un lujo. Vuelve a destacarse luego de Quieres ser John Malkovich?, superándose. Iben Hjejle cumple muy bien con su rol. En estos momentos también se la puede ver en Secretos de familia, la última película del Dogma. En Alta fidelidad tiene un poco menos de brillo que en aquélla, quizás porque esta película requería de personajes que no opacaran la figura principal de Cusack. Por último, el trío que forma Rob con Dick (Todd Louiso) y Barry (Jack Black), es grandioso. Las escenas con ellos en la disquería son impagables.

La música es mucha y siempre está presente, casi como un personaje más. Rob dice que la selección de temas para grabarle un cassette a una mujer es todo un arte: "hay que expresar todo lo que uno siente a través de la poesía ajena". La película logra este arte de expresarse con la música.

El trabajo de cámara también es interesante. A uno lo va contagiando de los sentimientos por los que va atravesando Rob. Si bien éste nos habla todo el tiempo, lo hace con tal naturalidad como si no estuviéramosa allí. Como si el personaje sólo estuviera hablando consigo mismo. Y quizás es eso lo que está haciendo. La cámara ayuda a darnos esta sensación.

Alta fidelidad produce permanentemente sentimientos opuestos en el mismo instante. Tristeza y amargura, a la vez que ternura y ganas de reír: todas esas sensaciones están siempre en un delicado equilibrio, sin que ninguna logre vencer por completo a la otra. Esto da como resultado una comedia romántica muy emotiva y placentera, lejos de caer en lo cursi, que sin duda merece ser vista más de una vez.

Cecilia Pérez Casco.

Crítica publicada en el Megasitio de Cine Independiente www.cineindependiente.com.ar

viernes, 16 de febrero de 2007

Jinetes del espacio

USA, 2000
Dirección: Clint Eastwood; Guión: Ken Kaufman y Howard Klausner; Fotografía: Jack N. Green; Música: Lennie Niehaus; Montaje: Joel Cox; Dirección Artística: Henry Bumstead, Intérpretes: Clint Eastwood, Tomy Lee Jones, Donald Sutherland, James Garner, Marcia Gay Harden, James Cromwell, Loren Dean, William Devane, Courtney B. Vance.

Un viaje interior

Jinetes del espacio es la historia de cuatro viejos que luego de 40 años tienen la oportunidad de concretar un viaje al espacio frustrado en su juventud. Son contratados por la NASA en una misión que sólo ellos -los del Equipo Dédalo- pueden resolver.

El argumento en sí es un poco inverosímil, pero eso no importa. Son como chicos en una aventura que significa mucho más que saldar una vieja deuda. Se involucran en un desafío que los hace vivir intensamente al mismo tiempo que los acerca más que nunca a la experiencia de la muerte: abismal e intrigante. Tanto como el espacio mismo.

No es una visión desgarradora de la muerte, como podría ser por ejemplo la genial y estremecedora All that Jazz de Bob Fosse. La de Eastwood se trata más bien de una mirada nostálgica que con cierta ingenuidad se va haciendo sentir como una despedida de la vida, a la vez que un homenaje a ella.

Jinetes del espacio tiene claramente un discurso del tipo "no olvidemos la sabiduría de los mayores". El guión va a fortalecer esta dualidad joven-inexperto y viejo-sabio. Y la crítica a la omnipotencia de la juventud viene de la mano de la de la tecnología: en varios momentos se ironiza acerca de las nuevas generaciones que dependen de las máquinas y olvidan todo lo que pueden hacer sin ellas. Paradójicamente, el principal antagonista del Equipo Dédalo -el que frustró el viaje 40 años atrás - tiene la misma edad que los cuatro astronautas.

Desde el comienzo están muy claramente delineados quienes van a ser los personajes que nos van a caer bien y cuales no, y eso no cambia mucho a lo largo de la película, haciéndolos más o menos previsibles.

Las actuaciones de los cuatro miembros del Equipo Dédalo son muy buenas. Forman un grupo disparatado y divertido. El trabajo de Tommy Lee Jones es quizás el más interesante. La sucesión de los hechos hace que su papel cobre una importancia fundamental y funcione como bisagra en el desarrollo y la resolución de la historia. Clint Eastwood -también actor y director de Los imperdonables, Poder absoluto, Crimen verdadero y Los puentes de Madison, entre otras- tiene como siempre esa gran capacidad de transmitir mucho sin gestos excesivos.

Las imágenes del espacio son bellísimas, y están acompañadas de una sonorización que crea momentos de mucha tensión. El final -tan imposible desde la lógica como el resto de la película- es de una poesía inolvidable.

Cecilia Pérez Casco.

Crítica pubilcada en el Megasitio de Cine Independiente www.cineindependiente.com.ar

martes, 13 de febrero de 2007

Belleza robada

Francia/Italia/Inglaterra
1996
113 min
Dirección: Bernardo Bertolucci
Actores: Liv Tyler, Jeremy Irons, Joseph Fiennes, Sinéad Cusack, Rachel Weisz, etc.

Lucy pedalea. Fuerte. Enfurecida. Con un ensimismamiento que le impide ver la naturaleza que se abre a su paso, sentir el viento en la cara. Pedalea. Como si con esa fuerza pudiera sacar todo el odio y la impotencia que lleva dentro. La decepción, el rechazo. No ve la hierba, ni el sol. Pedalea. No ve los ojos apasionados que la miran pasar. Ni siquiera el camino: se desestabiliza y cae. No registra la ayuda a levantarse. Lo hace sola y sigue su ruta enceguecida.

Lucy (Liv Tyler) llega a un lugar perdido del mundo, en busca de una verdad pero también de una transformación. Inunda con su luminosidad todo lo que la rodea, todo lo que toca. Ningún sitio donde esté volverá a ser el mismo. Pero ella, con su virginidad que lleva como una mochila que ya le aburre cargar, no se da cuenta.

El lugar más hermoso para estar es el amor, le dice Alex (Jeremy Irons) cuando se entera de que ella aún no se ha permitido esa experiencia. Es que para Lucy, el contacto entre un hombre y una mujer está peligrosamente ligado a la violencia y al desamparo. Su propia existencia tiene su raíz en el dolor, aunque todavía no alcanza a precisar de qué forma.

Alex está desapareciendo poco a poco para la vida; se está apagando... Su enfermedad se opone a la vitalidad de Lucy. Sin embargo el vínculo que los une es lo más fuerte que ella construye. Los dos se encuentran en un momento trascendente de sus vidas; ven transformar su cuerpo y dejan algo atrás.

Él cumple para ella varios papeles simultáneos. Es su amor, a pesar de la ausencia de concreción, que no es importante entre ellos; en última instancia queda como algo efímero, circunstancial. Nunca lo hablan, pero él es la primera persona que despertará el deseo separadamente del dolor y más próximo al placer. Al mismo tiempo es su guía, su padre. Alguien que la acompaña y le da cierta tranquilidad, ciertas certezas.

Lucy también es una figura importante para Alex. Ella le transmite una suerte de eternidad, que mitiga al menos un poco el miedo a la muerte. Enamorarse de ella es una forma de no esperar el fin, de poder sentir y vivir hasta el último minuto. Un encuentro fugaz e inolvidable para ambos.

Y el crecimiento lastima. Y el dolor quizás robe la belleza, aunque dificilmente para Lucy, a quien la virginidad ni suma ni resta. Es un estado, y quiere pasar a otro. Dar un paso que no tendrá retorno, hacia un universo con menos certezas. Pero ya puede ver. Del camino que antes recorrió como ausente no quiere perder detalle. A esos ojos enamorados quiere devolverle su mirada, verse reflejada. Comienza el viaje. Ahora sí.

Cecilia Pérez Casco.

Nota publicada en el Megasitio de Cine Independiente. www.cineindependiente.com.ar

domingo, 11 de febrero de 2007

Viva el amor

Dirigida por Tsai Ming-Liang, con Chao-Jung Chen, Kang-Sheng Lee, Kuei-Mei Yang, Hsiao-Ling Lu.

Estrenada tardíamente en la Argentina, Viva el amor es la segunda película de Tsai Ming-Liang. Ganadora de numerosos premios en diversos festivales del mundo, se suma a toda una ola de películas orientales estrenadas y por estrenar, que confirman que este cine ha encontrado un lugar –aunque más no sea marginal– en las carteleras porteñas.

El tratamiento del tema del amor se puede relacionar con la última película de Wong Kar-Wai. Pero mientras en Con ánimo de amar el conflicto pasa por la incapacidad de los personajes para dar lugar al gran amor que sienten, aquí nos encontramos con un problema más serio: la falta de tal amor. Desean amar, pero ninguno sabe cómo hacerlo, y esto los hace vivir en una gran soledad.

May Lin trabaja en una inmobiliaria, y su tarea consiste en mostrarle departamentos vacíos a posibles clientes. Hsiao-Kang vende lugares para descansar eternamente: nichos para las cenizas de los muertos. Ah-Jung no quiere estar atado a ningún compromiso. Por eso maneja él mismo sus horarios, vendiendo ropa femenina en la vereda, y también por eso sufre menos que los demás la falta del amor.

Los tres van a cruzar sus caminos en un departamento desocupado, en las afueras de la ciudad de Taipei. Parecería que van a relacionarse, pero esto no se concreta del todo; aun cuando logran hacerlo, siguen estando solos. El sexo a veces les sirve de refugio, pero como algo tan fugaz y efímero que sólo apacigua la soledad por un rato.

El notable uso de los silencios es una constante. Prácticamente no hay diálogos, pero los vacíos verbales están cargados de sentido y emociones, y si uno no está del todo atento, corre el riesgo de pasarlos por alto. No nos enteramos de lo que sienten los personajes por lo que dicen sino por lo que hacen, y por cómo lo hacen.

Viva el amor nos aproxima al mundo de cada uno de los protagonistas de forma tal que hasta sentimos cierta incomodidad de inmiscuirnos en su intimidad. Todos hacemos "locuras" cuando estamos solos, cosas que nada tienen que ver con la conducta "civilizada", lógica y predecible que llevamos a diario en nuestra vida. Aquí presenciaremos un desborde de estos momentos privados.

La cámara ayuda. Sin planos subjetivos, la mayoría de las veces nos hace ver lo que sucede desde un punto fijo, limitándose a girar sobre su eje para seguir a los personajes. También hay escenas en las que se mueve, acompañándolos, pero siempre respetuosa, sigilosamente, sin ponerse por encima de lo que está pasando.

Las actuaciones son brillantes. Los intérpretes se meten a tal punto dentro de los personajes que es casi imposible imaginarlos de otro modo. Quizás Chao-Jung Chen –que acompaña al director desde su primera película– tenga el papel más comprometido y difícil de encarar.

Tsai Ming-Liang (El río, The Hole) ha redondeado un film exquisito, mucho menos optimista que lo que su nombre sugiere, pero con la genialidad de encontrar belleza hasta en lo más sórdido. Y a su vez, de hacernos sentir cuán cerca están esos personajes de nosotros mismos. Valió la pena esperar.

Cecilia Pérez Casco

Crítica publicada en Cineismo www.cineismo.com

El jardín de la alegría

Dirigida por Nigel Cole, con Brenda Blethyn, Craig Ferguson, Martin Clunes, Tchéky Karyo, Jamie Foreman, Bill Bailey.

Una vez más, asistimos a una película inglesa en la que los personajes realizan un cambio inesperado en sus vidas para escapar de la angustiante situación económica que padecen. Recordemos The Full Monty, donde un grupo de mineros se convertían en strippers para ganar algo de dinero, o Tocando el viento, donde la salida estaba en una banda de música. El jardín de la alegría, a pesar de esta temática recurrente, también tendrá una vuelta original.

Grace está sola. Su marido se suicidó y lo único que le dejó es una pila de deudas. En medio de la desesperación, Matthew, su jardinero, le pide que revitalice una planta de marihuana que tiene marchita. Rápidamente, y en vistas de un nivel de vida que no podrá sostener, Grace ve en esto un gran negocio, y juntos idean un plan: convertir su invernadero en una plantación de esta yerba.

Brenda Blethyn, conocida por su interpretación de la madre de Secretos y mentiras, encarna a una Grace a veces un poco sobreactuada pero siempre desopilante. Craig Ferguson, el jardinero, la acompaña muy bien en su rol. Y un gran grupo de actores se lucen con pequeños papeles, interpretando a los habitantes del pueblo en el que transcurre la historia.

La primera parte de la película –que oscila entre el drama y la comedia– se muestra como un todo coherente. Hasta que algo brusco sucede con el guión, haciendo que la última media hora tenga mucho de inverosimil. Un corte total en el clima: los hechos empiezan a ocurrir vertiginosamente, sin una lógica que los conduzca. Situaciones imposibles, vueltas de tuerca arbitrarias y un final tan sorpresivo que la historia y los personajes parecen otros.

Pero hay algo que salva a El jardín... frente a todo esto, y es la risa. Incluso en momentos poco creíbles será inevitable reír, o al menos esbozar una sonrisa, lo cual la convierte en una película agradable más allá de los defectos que se le puedan encontrar. Además del tema que, lejos de servir de excusa para impartir moralinas, simplemente se desarrolla, de la forma más simpática posible, con los personajes más divertidos.

Cecilia Pérez Casco

Crítica publicada en Cineismo www.cineismo.com

La profesora de piano

Dirigida por Michael Haneke, con Isabelle Huppert, Benoit Magimel, Annie Girardot, Anna Sigalevitch.

La profesora de piano, primera en estrenarse en la Argentina del director austríaco Michael Haneke, es una película muy árida e intensa, sin medias tintas. La pasión encontró en ella un lugar privilegiado, aunque también muy oscuro. Y si hay algo que no obstante la ilumina, es que por sobre todas las cosas se trata de una película excelente. Pero atentos: el cóctel no es fácil de digerir.

Elfriede Jelinek, la autora de la novela que inspiró el guión, pertenece a una generación de escritores austríacos (entre los que también podemos nombrar a Thomas Bernhard) en la que prima una visión oscura de la vida, el amor y la muerte. Ambientes agobiantes, conductas de autodestrucción que se repiten y son alimentadas por los personajes y de las cuales no pueden escapar, son algunas de las características que la definen.

Si bien las interpretaciones de los tres personajes protagónicos son impecables, Isabelle Huppert tiene sin dudas el mayor desafío, y lo lleva adelante con una entrega que conmueve. Esta vez encarna a Erika, una pianista y profesora de piano de mediana edad, que esconde, tras su apariencia sumamente estricta y reprimida, una realidad infinitamente más atormentada. El encuentro con un joven músico pondrá en carne viva la tempestad que dentro suyo esconde.

A su vez, la relación con su madre –ambigua mezcla de violencia y erotismo– parece haber contribuído a la conducta oprimida de Erika. Esta limitación encontrará cierta válvula de escape en salas de proyección de videos pornográficos, o en fantasías sexuales que en cierto modo funcionan como liberación del yugo de esa madre. Sin embargo, la forma que toman estas fantasías deja en claro que ni siquiera por allí le será fácil escapar a la idea de sometimiento.

Mediando el relato, vemos destellos de Atracción fatal y de tantas otras películas en las que el amor fou –el que mata, no el que cura– ocupa el centro. A la vez, La profesora de piano ostenta una crudeza que no recordaba desde ciertas películas de Arturo Ripstein; pero esta vez sin retratar una situación social sino una historia particular, en la que los personajes juegan el papel principal.

Por último, también habrá lugar para los que disfrutan del "cine con música": Schubert y Bach, entre otros, son algunos de los compositores que podremos escuchar entrelazándose con los acontecimientos, casi como un ingrediente imprescindible para aligerar lo que nos muestran.

Cecilia Pérez Casco

Nota publicada en Cineismo www.cineismo.com

sábado, 10 de febrero de 2007

Apocalypse Now (Redux)

Dirigida por Francis Ford Coppola, con Marlon Brando, Robert Duvall, Martin Sheen, Frederic Forrest, Sam Bottoms, Harrison Ford, Dennis Hooper.

En el marco de la guerra de Vietnam la inteligencia norteamericana encomienda al capitán Willard (Martin Sheen) una misión: buscar y asesinar al coronel Kurtz (Marlon Brando), brillante oficial yanquí que se apartó de las fuerzas y se convirtió en líder de la tribu Montagnard de Camboya, dominado por la demencia y usando métodos considerados brutales.

Willard había matado varias veces, pero nunca a un connacional. Este hecho lo lleva a olvidarse por un momento de en qué bando está, comienza a pensar en las raíces mismas de la guerra y terminará replanteándose temas como la lucha entre el Bien y el Mal. Primer dato que nos delinea la ética de la guerra de la que habla la película.

A medida que Willard y los tripulantes del barco patrulla que lo escoltan se alejan río arriba, van perdiendo las nociones de realidad y de verdad, y aquella supuesta demencia de Kurtz se apodera de cada uno a su modo. Como espectadores nos van invadiendo las sensaciones de lo que era Vietnam. En las palabras del propio director, Francis Ford Coppola: "la urgencia, la demencia, el regocijo, el horror, la sensualidad y el dilema moral de la guerra más surrealista y catastrófica de América".

Apocalipse Now Redux es, al igual que la versión original, el manifiesto de una ética de la guerra. Esta ética consiste para Coppola en desmantelar las mentiras que perpetúan la guerra justificando cualquier barbaridad. No lo fue en su momento, y menos aun debe ser una película fácil de digerir por el stablishment estadounidense. Lejos de mostrar al "héroe americano" expone el derrumbamiento de este ideal: sus flancos débiles, sus pobrezas, sus hipocresías, sus miserias.

Esta ética de guerra se nos irá revelando a través del emblemático personaje de Kurtz, quien llama la atención sobre el hecho de que su accionar no es peor que el del Ejército norteamericano. Es únicamente más "primitivo", si se quiere. Su mundo –llevado a su máxima expresión en un final sumamente dionisíaco– sólo pone al rojo vivo la esencia de lo que lleva a estas guerras, y por eso mismo se muestra a los ojos de Willard, si no más justo, al menos merecedor de mayor respeto.

Kurtz critica como una gran mentira la inmoralidad escondida en el americano medio: "enseñan a los chicos a disparar a la gente, pero no les dejan escribir la palabra fuck en sus aviones". A su vez, mata sin apelar a las justificaciones típicas de los militares y gobernantes de su país (el ser nacional, el american way of life, la seguridad global, etc), porque las considera falsas. Aniquila simplemente para mantener su poder, y de esta forma poder seguir expresando su denuncia.

Cerca del final podemos ver una escena esclarecedora sobre el punto de la mentira. Se trata de un fragmento de las conversaciones de Kurtz y Willard que no estaba en la versión original, y que muestra meridianamente lo que Kurtz-Coppola piensa acerca de cómo se miente sobre lo que está sucediendo en la guerra, del verdadero horror que se oculta.

Apocalipse Now Redux mantiene la esencia de la primer versión y la profundiza. Presiones sobre todo económicas habían llevado a Coppola y su equipo a reducir una versión original de 4 horas a la mitad, quitando todo lo que sobraba en lo que debía ser lo más parecido posible a una película del género "guerra". De esta forma se garantizaban un cierto éxito... en el que ni siquiera ellos confiaban demasiado.

Sin embargo, la primera versión, ya muy audaz y personal, lejos estaba de responder única y exclusivamente a los cánones de este género. El aporte de las nuevas escenas que no pudimos ver 22 años antes solamente enriquece una película que parecía insuperable, aproximándola aun más a lo que fue la idea original del director.

Una de las nuevas secuencias más significativas es la segunda aparición de las conejitas de Playboy. Para los soldados es una especie de oasis, un sueño en medio de tanta desolación. Pero se trata de un erotismo difícil de consumar entre la sangre, donde hasta los fluidos de la pasión se confunden con los de la muerte. Esos cuerpos desnudos que muestran fragilidad, la inocencia, o al menos la inocencia perdida, se encuentran con estos jóvenes cegados y ensordecidos por la guerra, por el horror. Ellas también están mutiladas, carentes de identidad o de sentido. Esta escena resume la soledad de estos jóvenes, hombres y mujeres-instrumentos, payasos de un circo en el que ni siquiera se reconocen.

Tras la niebla, como en un sueño, surge otra escena, la de la plantación francesa. Tan cerca del encuentro con Kurtz, del caos, de la muerte, Willard encuentra calma y sensualidad junto a una viuda francesa. Como si fuera un remanso necesario para poder enfrentarse a lo que le espera más allá, demasiado pronto. Ella le recuerda que tiene dos partes, una que odia y otra que ama. Quizá sea la parte que ama la que le impide quedarse con el imperio creado por Kurtz en ese desenlace tan onírico como escalofriante.

En el encuentro con el Coronel Kilgore, se agrega un episodio muy gracioso con la tabla de surf. Este pasaje, la segunda aparición de las conejitas Playboy y otras pequeñas situaciones dentro del barco de la Marina le dan otra dimensión a la relación que se va creando entre Willard y los tripulantes, por consiguiente más estrecha en esta segunda versión, y esto hace que cuando suceden los hechos de la última hora de film, afecten de otra manera al espectador.

"Nunca debes abandonar el bote", dice Willard en los comienzos de la película. Esta idea de abandonar el bote sin duda tiene que ver con abandonar lo propio, y dentro de lo propio la cultura: ideas, prejuicios… Obliga a observar las cosas desde otro punto de vista. Kurtz abandonó el bote y se transformó. Más tarde también lo hará Willard. "Sólo debes abandonarlo si estás dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias." Abandonar el bote es lo que le permitió a Kurtz mirar de enfrente a ese "circo de payasos" y así decidirse a crear su propio orden.

Apocalipse Now Redux invita a salir del bote. Y todo acompañado por la intrigante mirada de Willard, que funciona como espectador y observador de lo que pasa, sobre todo en la primera mitad de la película. Casi no habla, pero podemos acercarnos a lo que piensa y a las transformaciones que ejerce sobre él lo que ve, a través de una extraordinaria voz en off (redactada por John Milius). En la segunda mitad, pasará a la acción.

Las actuaciones son todas excelentes y no han perdido vigencia. Menos aun el tema: la guerra; el poder y la mentira que esta pone en juego, deberían ser tema de constante reflexión en los tiempos que corren. Esto, junto a llllla impactante fotografía de Vittorio Storaro –sin la casi obligatoria presencia de efectos especiales de las películas de guerra actuales– conforman una película de visión imprescindible, nuevamente o por primera vez.

Cecilia Pérez Casco

Crítica publicada en el año 2001 en Cineismo www.cineismo.com

viernes, 9 de febrero de 2007

Sonatine

Todos vamos a morir, pero tratamos de hacer caso omiso para poder vivir en lo sucesivo. Murakawa no puede. Nunca. Es un guerrero y está atravesado por la muerte. La vida se le presenta como el escenario donde tratará de recrear ese tránsito, esa espera. Siempre de paso, su destino está marcado por una extrema conciencia de lo efímero del presente.

Sonatine es una invasión a los sentidos en donde los movimientos de cámara van en dirección contraria a las emociones de los personajes. En las escenas de mayor violencia, todo parece tener movimiento menos los yakuza. Dentro de un ritmo y tensión sostenidos, todo está enloquecido menos ellos, que se mantienen inmutables. Es en los momentos de juego -cuando por primera vez se los ve distendidos, riéndose, burlándose- donde los movimientos de cámara son más etéreos. Reina la quietud y los actores se vuelven más expresivos. Es en ellos donde está el movimiento, del cuerpo, de los gestos, de las emociones. Esa paradoja también se traduce en la seriedad con que se toman los juegos en comparación con el desdén que sienten hacia la violencia.

Kitano dice: "Lo que yo quiero cuando retrato violencia en mis films es tratar siempre de mostrarla de manera que transmita el dolor que la acompaña (...) que produzca aversión en el público.

Para lograr esa aversión, Takeshi delinea sus personajes con reacciones diametralmente opuestas a las que busca en su espectador. Impasibles ante la muerte, los rostros no reflejan ninguna alteración ante el dolor ajeno. Como jugadores de póquer que no muestran sus cartas, llenas de dolor y desolación. Pero la ausencia de emoción no es una estrategia conciente hacia un otro externo, hacia un adversario. Es, sobre todo, un acto reflejo de defensa personal, la máscara que encubre una tormenta interior que no vemos pero podemos adivinar en instantes fugaces. Como dice Murakawa: "si fuera valiente no necesitaría un arma".

No será valiente, pero lejos está de encarnar la debilidad. No hay un miedo aparente a la muerte, ni siquiera a la propia. Mayor es el temor a padecerlo en vida. "Cuando tenga tanto miedo que no pueda soportarlo acabaré con mi vida", dice. Sueña su muerte, pero pareciera estar seguro de poder elegirla. Tiene seguridad en sí mismo y la omnipotencia de saber que nadie que no sea él podría darle fin. El suicidio es la acción mayor de esa omnipotencia. Un acto afirmativo: ni el cuerpo envejecido, ni la naturaleza, ni el miedo, ni Dios van a poder acabar con él. Como reveldía contra un Orden que le viene impuesto de arriba -la muerte que siempre llega- se adelanta a todos sus enemigos y acaba el mismo con su existencia.

Los protagonistas de Kitano llaman una y otra vez a la muerte. Las razones son variables a simple vista, pero esencialmente las mismas. Saben que el estado de cosas en que tenían una pertenencia voló por los aires. Tanto Murakawa, que ve desvanecerse la moral yakuza al ser traicionado por su propio jefe, como el protagonista de Flores de Fuego, que pierde un hijo y asiste a la lenta disolución cancerígena de su mujer, se revelan contra ese nuevo Orden que les impone ser parias sin un lugar en el nuevo mundo.

En el final de Flores de fuego, un acto de violencia teje un vínculo indisoluble más allá de la muerte. Él sabe que la vida sin su mujer no va a ser vida, y que los próximos meses de agonía van a ser insoportables para ella. Por eso la lleva a conocer el mar y ambos olvidan por un instante la oscuridad que los impregna, ante las nubes, la arena, un chico remontando un barrilete... El inabarcable espacio del cielo ante el cual los padecimientos humanos se vuelven insignificantes. Disfruta de la última felicidad con su mujer, la mira con amor, le pega un tiro y luego se suicida. Las balas son el acto supremo de piedad; hacia sí mismo, y hacia la mujer que ama.

También en Sonatine el mar es el lugar elegido para encontrar la inasible tranquilidad. Surge la ilusión de aislarse del mundo y de los miedos, de liberar su mente del estado de alerta. Pero lo que ocurre no es la salvación, y lo sabe. Sólo es un descanso. El pescado arponeado de la imagen inicial es el símbolo que impide la calma total, una paranoia esencial que está siempre al acecho. Como caminar sobre la frágil superficie de un lago congelado, pronto a quebrarse en el próximo paso.


Cecilia Pérez Casco

Esta crítica fue publicada en el año 2002 en el Megasitio de Cine Independiente www.cineindependiente.com.ar