martes, 27 de marzo de 2007

Il sorpasso

Dirección: Dino Risi. Guión: D. R., Ettore Scola, Ruggero Maccari. Fotografía: Alfio Contini. Música: Riz Ortolani (canción Guarda come dondolo, cantada por Edoardo Vianello). Montaje: Maurizio Lucidi. Producción: Mario Cecchi Gori para Fair Film (Incei Film /Sancro Film. Origen: Italia. Duración: 108 minutos. Año: 1962. Intérpretes: Vittorio Gassman, Jean-Louis Trintignant, Catherine Spaak.

"Qué te importa de las tristezas!
Sabes cuál es la edad más bella?
Yo te diré cuál es:
es la que uno vive día por día.
Hasta morir, se entiende"
(Bruno / Gassman)

La expresión "il sorpasso" significa pasar a un auto en la carretera, acto prohibido y excitante si los hay. También guarda relación con la idea de superar, sobrepasar. Pero el sentido va mucho más allá de una simple definición. La velocidad y el viento en la cara simbolizan la fortaleza de llevarse todo por delante sin sentir responsabilidad alguna. Traspasar los propios límites, desligándose de los compromisos con lo real que puedan obstaculizar el camino; sobre todo los afectivos. Olvidar todo futuro y todo pasado apostando a los placeres a corto plazo, aquellos que generen mayor dosis de adrenalina. Tal cosa es Il sorpasso. Una película acerca de lo que se gana y se pierde al elegir una vida sin conciencia ni culpa, o su antípoda, una vida cuidada y reflexiva, salvaguardada de riesgos.

Roberto (Jean-Louis Trintignant) es un joven tímido y melancólico, de aspecto formal y cortés. Absorbido por el estudio, recibe la inesperada e inquietante visita de Bruno (Vittorio Gassman). Un poco por curiosidad, pero sobre todo por no tener la fuerza de negarse, es convencido por este extraño a emprender un paseo por Roma. Pero la salida se va transformando en un viaje en el que pronto deja de importar cuál es el próximo destino, o cuándo llegará a su fin.

Lejos del modo meramente turístico, en esta road movie se recorren distintas ciudades de Italia con un espíritu de aventura, aquel que va decidiendo su próximo paso espontáneamente, sin programas. Como marineros en cada puerto, la clave es no detenerse nunca. Amar y desamar, tal es el secreto. Y Roberto se cautiva rápidamente con las delicias del viajar, hasta ahora desconocidas. Fluir como grandes amigos que se conocen desde hace pocas horas, armarse de coraje frente a lo nuevo: esa extraña omnipotencia que sólo el viajero conoce.

A medida que el convertible de Bruno abandona Roma por el norte y se aproxima al territorio de la Toscana, los lugares adquieren un tono diferente, más pueblerino. Desacelerado el ritmo, toman protagonismo la naturaleza, el sonido de los pájaros, el suave declinar de la tarde. La vivencia de este nuevo ambiente tiene su correlato en la narración. El paso por la casa de los tíos de Roberto en las cercanías de Grosseto -tierra que guarda postales de su infancia- es para él como escuchar un viejo disco de vinilo; esa sensación algo rústica de estar en contacto con una realidad lejana, antigua, en algún punto inasible, pero que lo inunda todo. Roberto intenta reconocer los sabores de su niñez y se encuentra con un lugar que se mantuvo igual. La que cambió fue su propia mirada. Tal como le dice a Bruno: "Es que cada uno de nosotros tiene un recuerdo equivocado de la infancia. Sabes por qué siempre decimos que esa era la edad más bella? Porque en realidad no recordamos bien cómo era". Roberto tiende a la reflexión, a indagar con tenacidad el pasado. Es natural que se interese por las tumbas etruscas. Bruno se burla de tales motivaciones y prefiere ir tras los encantos de alguna dama.

La Toscana, tal vez por estar separada del resto de Italia a través de colinas y montañas, persiste en sus tradiciones. La vertiginosidad de los cambios parece serle ajena. Esto la vuelve un tesoro precioso en tanto reservorio de costumbres, al tiempo que la mantiene alejada de lo que pasa afuera. Pero asimismo, sus personajes son reflejo de un estilo conservador: la mujer en la casa, la infidelidad en la penumbra.

Sin embargo, otra será la historia cuando el auto arranque rumbo a Castiglioncello, donde Bruno se siente en su salsa. Esta ciudad marítima -también parte de la Toscana- está abierta a los cambios vertiginosos del mundo moderno. Por tratarse de una zona crecientemente turística está impregnada por la moda, el consumismo y las ideas que son marca de una Italia posterior a los desastres de la Segunda Guerra Mundial. Ya se comienzan a disfrutar los beneficios del boom económico de los años sesenta. Bruno es producto de ese ambiente de posguerra: quiere entregarse a los placeres de la vida. Cuestiona el sinsentido de los valores socialmente aceptados, como estudiar, tener una familia, un título, un futuro. El lema de Bruno -que citamos al inicio y que Roberto admira pero lejos está de asimilar- no es una posición crítica desde un lugar de compromiso, sino desde un extremo de total irreflexión.

Es posible, por lo tanto, establecer un paralelismo entre ambas ciudades y los dos personajes. A simple vista, Roberto se identifica con los valores de la vida en la campiña, cerrada, típica de pueblo. Castiglioncello y sus nuevos aires de cambio se acercan más a un personaje como Bruno, tendiente al quiebre: su hija adolescente que sale y fuma, la ex mujer que trabaja y se libera de una posición de sometimiento.

Pero la realidad es más compleja. Bruno es menos permeable de lo que parece. Paradigma del ganador, cree que lo tiene todo, lo que le impide modificación alguna. Es de esas personas misteriosas a quienes nunca se llega a conocer del todo; inteligente escudo de protección: de ese modo tampoco podrán perjudicarlo.

Bruno habita los lugares irrumpiendo en ellos, violentándolos, armándolos y desarmándolos a gusto y piacere. Roberto, en cambio, es un invitado hasta en su propia casa. Bruno irrumpe. Roberto tantea. Bruno quiere dejar huellas y hasta heridas en la vida (pero cuidado!, no que la vida deje marcas en él). Roberto quiere pasar desapercibido. Los bocinazos son funcionales a la omnipotencia de Bruno. Paralizan de antemano adelantándose a su presencia arrolladora, impidiendo toda comunicación posible.

Il sorpasso es a la vez una comedia y una película trágica. Lo tragicómico es común en la comedia a la italiana, donde hasta lo más risible esconde un sabor amargo. Cargado de una profunda crítica social, se víncula estrechamente a lo grotesco. Y uno de sus temas predilectos es el de los monstruos, una constante también presente en otros filmes de Risi (el caso paradigmático es su obra inmediatamente posterior, Los monstruos de 1963). En estos filmes se trata de mostrar la transformación del hombre en animal, o mejor dicho, de poner en escena la bestialidad escondida en toda naturaleza humana. Y el histriónico Vittorio Gassman reúne todas las características para encarnar uno de estos hombres monstruo: su personaje es detestable, corrupto, amoral, y como contrapartida, poseedor de una seducción que lo hace irresistible.

Roberto sabe que la entrada de Bruno en su casa -y en su vida- conlleva una cuota de peligro. Pero lo asume, como si estuviera esperando algo que altere su existencia chata y previsible. Quien saldrá lastimado (real o simbólicamente) siempre será él. Sin embargo, la mayor amenaza no está fuera de él, sino en Roberto mismo: al igual que ocurre con los personajes trágicos, nunca podrá escapar de su piel para vivir la vida de otro. Y el solo hecho de intentarlo le costará demasiado.

Cuando lo peor acaece en el temido final de Il sorpasso, la cámara se deja atrapar por las aguas de la costa toscana. Sublime marco de la tragedia, crece el arrebatado mar sobre las rocas. Ese hermoso paisaje está allí, inamovible, por más guerras y tempestades que se desaten.

Cecilia Pérez Casco

Nota publicada en el libro LA TOSCANA Y EL CINE, La mirada argentina, Assciazione Toscani nel Mondo, Editorial Más Libros Más Libres, Buenos Aires, Julio de 2004.