viernes, 9 de febrero de 2007

Sonatine

Todos vamos a morir, pero tratamos de hacer caso omiso para poder vivir en lo sucesivo. Murakawa no puede. Nunca. Es un guerrero y está atravesado por la muerte. La vida se le presenta como el escenario donde tratará de recrear ese tránsito, esa espera. Siempre de paso, su destino está marcado por una extrema conciencia de lo efímero del presente.

Sonatine es una invasión a los sentidos en donde los movimientos de cámara van en dirección contraria a las emociones de los personajes. En las escenas de mayor violencia, todo parece tener movimiento menos los yakuza. Dentro de un ritmo y tensión sostenidos, todo está enloquecido menos ellos, que se mantienen inmutables. Es en los momentos de juego -cuando por primera vez se los ve distendidos, riéndose, burlándose- donde los movimientos de cámara son más etéreos. Reina la quietud y los actores se vuelven más expresivos. Es en ellos donde está el movimiento, del cuerpo, de los gestos, de las emociones. Esa paradoja también se traduce en la seriedad con que se toman los juegos en comparación con el desdén que sienten hacia la violencia.

Kitano dice: "Lo que yo quiero cuando retrato violencia en mis films es tratar siempre de mostrarla de manera que transmita el dolor que la acompaña (...) que produzca aversión en el público.

Para lograr esa aversión, Takeshi delinea sus personajes con reacciones diametralmente opuestas a las que busca en su espectador. Impasibles ante la muerte, los rostros no reflejan ninguna alteración ante el dolor ajeno. Como jugadores de póquer que no muestran sus cartas, llenas de dolor y desolación. Pero la ausencia de emoción no es una estrategia conciente hacia un otro externo, hacia un adversario. Es, sobre todo, un acto reflejo de defensa personal, la máscara que encubre una tormenta interior que no vemos pero podemos adivinar en instantes fugaces. Como dice Murakawa: "si fuera valiente no necesitaría un arma".

No será valiente, pero lejos está de encarnar la debilidad. No hay un miedo aparente a la muerte, ni siquiera a la propia. Mayor es el temor a padecerlo en vida. "Cuando tenga tanto miedo que no pueda soportarlo acabaré con mi vida", dice. Sueña su muerte, pero pareciera estar seguro de poder elegirla. Tiene seguridad en sí mismo y la omnipotencia de saber que nadie que no sea él podría darle fin. El suicidio es la acción mayor de esa omnipotencia. Un acto afirmativo: ni el cuerpo envejecido, ni la naturaleza, ni el miedo, ni Dios van a poder acabar con él. Como reveldía contra un Orden que le viene impuesto de arriba -la muerte que siempre llega- se adelanta a todos sus enemigos y acaba el mismo con su existencia.

Los protagonistas de Kitano llaman una y otra vez a la muerte. Las razones son variables a simple vista, pero esencialmente las mismas. Saben que el estado de cosas en que tenían una pertenencia voló por los aires. Tanto Murakawa, que ve desvanecerse la moral yakuza al ser traicionado por su propio jefe, como el protagonista de Flores de Fuego, que pierde un hijo y asiste a la lenta disolución cancerígena de su mujer, se revelan contra ese nuevo Orden que les impone ser parias sin un lugar en el nuevo mundo.

En el final de Flores de fuego, un acto de violencia teje un vínculo indisoluble más allá de la muerte. Él sabe que la vida sin su mujer no va a ser vida, y que los próximos meses de agonía van a ser insoportables para ella. Por eso la lleva a conocer el mar y ambos olvidan por un instante la oscuridad que los impregna, ante las nubes, la arena, un chico remontando un barrilete... El inabarcable espacio del cielo ante el cual los padecimientos humanos se vuelven insignificantes. Disfruta de la última felicidad con su mujer, la mira con amor, le pega un tiro y luego se suicida. Las balas son el acto supremo de piedad; hacia sí mismo, y hacia la mujer que ama.

También en Sonatine el mar es el lugar elegido para encontrar la inasible tranquilidad. Surge la ilusión de aislarse del mundo y de los miedos, de liberar su mente del estado de alerta. Pero lo que ocurre no es la salvación, y lo sabe. Sólo es un descanso. El pescado arponeado de la imagen inicial es el símbolo que impide la calma total, una paranoia esencial que está siempre al acecho. Como caminar sobre la frágil superficie de un lago congelado, pronto a quebrarse en el próximo paso.


Cecilia Pérez Casco

Esta crítica fue publicada en el año 2002 en el Megasitio de Cine Independiente www.cineindependiente.com.ar